No por común faceta
del carácter humano, ampliamente extendida, compartida y repartida, la vanidad
-esa estúpida inclinación- deja de ser una lamentable y antiquísima historieta.
El reciente
ejemplo (que los hay, mucho más graves y escandalosos) de la joven diputada que
trucó o falseó sus académicos timbres de gloria, es la anécdota, actual y con
profusión debatida, que rasga las pulcras vestiduras de más de cuatro de
nuestras vacas sagradas de la in-comunicación, y de nuestra doméstica y
miserable política, tan repleta de suyo por indocumentados de toda laya.
Se ve que el
afán de lucimiento, las ínfulas, los complejos más o menos razonables, nos
empujan a mentirnos en ocasiones de diversas maneras, estorbando de paso la
valía, la importancia genuina del esfuerzo, del mérito y de las verdaderas
capacidades que cada uno pueda tener y que, desde luego, no son absolutas ni
intercambiables.
Lo grotesco
es que, cuando el “patinazo” se descubre, los impermeables (que son plaga
vistosísima) no se sientan siquiera castigados por el bochorno que merecen, y no
dimitan como ha hecho, al menos y qué menos, la mencionada: que ya se están
dando demasiados casos de esa panda de jetas, que se consideran blindados ante
la inacción y la abulia de unos ciudadanos que, por ello, tanto dejamos que
desear, en vez de ajustarles las cuentas.
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