Insólita
conjunción de tres mirlos simultáneos sobre el gramón del jardín.
Pausados,
casi inmóviles, permanecen minutos ahí, mientras con respeto, desde el porche
los miro (que de reojo me habían parecido, al llegar, misteriosa sombra),
compartiendo acaso con ellos la cesura repentina que los veraneantes dejaron,
entre ayer tardenoche y -los menos- esta primera hora de la mañana, volviendo
de regreso a sus vidas de urbanitas, algo desoladas, algo rutinarias.
-No te confíes, todavía queda septiembre.
-Lo sé; pero ahora mismo es un bálsamo este
sosiego, esta pausa que, al levantar la vista, hago a la lectura (Auster,
Umbral), después de tirar la basura en el nuevo contenedor de la esquina, la
calle casi vacía de los automóviles invasores que ya apresuran desde hace horas
su fuga precipitada. Después de licenciar con honores la vieja hélice que
abanicaba la cocina, que, incluso con las cosas, puede que la edad nos vuelva sentimentales
(Irene la eligió conmigo, décadas atrás).
-En fin, ¿regodeo?
-Sólo humildemente. Hasta se fueron, por el
momento, “las calores”, quién lo diría.