solo
espectador en la sala donde proyectan “Jeanne Du Barry”.
Su
historia y sus andanzas, relatadas con sosiego, en imágenes bellísimas,
localizaciones suntuosas, música de fondo discreta y sabiamente dosificada.
El
ascenso social de una niña del bajo pueblo a cortesana de postín y luego amante
favorita del Rey de Francia. Hay notas de sobrio humor, simpatía en los
registros de la protagonista -y directora- quien con atractivo natural para tal
personaje, sin ser una belleza académica, queda más que convincente. Jonny Depp
haciendo de rey parsimonioso y sensualote, tótem hierático y majestuoso que, si
se encarta, deja sentir en el cotarro lujoso y ocioso, caprichoso y cotilla de
los palaciegos la intimidación de una mirada que se endurece de advertencias y
amenazadora reprobación, su tan contenida como inapelable autoridad.
Hay
destellos de ternura, deriva de elegía en la voz que nos cuenta el final de
aquellos figurones, cuando los revolucionarios pasaron factura gravosísima al
dúo que toma el relevo dinástico y que no escapó a tiempo de la escabechina.
Cuando los chicos de la Revolución terminaron de cortar tantas cabezas
nobiliarias, típico de ellos, continuaron con las propias. París era una
fiesta.
Fabuloso
vestuario, elaborada ambientación, un gran espectáculo, a salvo de los
atropellados sobresaltos que caracterizan la mayor parte del cine actual.
Al
encender la luz, terminada la “peli”, la empleada que llega con la escoba me
cree cuando le aseguro que no he dejado nada para barrer.