jueves, 12 de febrero de 2015

Cualquiera querría



ser, volverse rico. Los que aparentan mayores sobriedades y más radical desprecio de los bienes materiales, seguramente son sólo los hipócritas disfrazados que padecen las peores ansias y ambiciones.
Rico: incluso nuevo rico, que no tiene por qué ser delito sino querencia legítima, a pesar de las ridiculizaciones y las críticas que un personaje así debe soportar, sobre todo de los envidiosos, de los impotentes, de los previos instalados ya y, en ocasiones, tan por heráldica y heredados privilegios, excluyentes del “club”, los del máximo rigor en los arbitrarios filtros de la discriminación.
Así que todo en orden. Salvo que hay que ascender a la categoría con esfuerzo propio y, a ser posible, decente; y que si da la vuelta la marea, hay que estar preparado para asumir el descenso y los posibles despropósitos que lo causan.
Nada de pretender que los demás nos paguen los “gastos de la fiesta”.
Entre los esforzados espartanos que en las Termópilas dieron ejemplo para la Historia (tal como nos lo ha retratado con estética de preciosismo sangriento el cine) y la panda de descontrolados y trincones que vienen rigiendo a los griegos, desde hace la tira, hay una diferencia que descalifica absolutamente cualquier variedad de “talante” que puedan esgrimir los nuevos ricos, los ricos a secas y los mandamases con sus estafadores ISMOS.

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