sábado, 26 de octubre de 2013

La espina y la flor



Mientras la joven dama y yo conspiramos sobre el resplandor negro y elegante del Plegablito, para ir sacando en parte a mi ignorancia de las insondables profundidades de su abismo, el durmiente descansa, aunque las orejas sensibilísimas conserven un cierto grado de alerta, de vigilia más o menos consciente.
Sueña aventuras heroicas, quizá; lances amorosos dignos de un trovador de la Provenza. No lo sabemos, claro.
Lo que sí cabe afirmar es que la dignidad irreprochable de su posición daría envidia a más de cuatro: el relajado cuerpo, lateralmente reclinado; la cabeza en perfecto reposo y reparto, sobre la almohada.
Lo comentamos ambos con admiración. Yo, además, con una considerable desazón fatalista, si tengo en cuenta la desigual batalla a la que, desde ahora, se enfrentará ese barco primorosamente inserto en orla de maroma, heráldica hermosura sobre superficie suavísima de variados azules.
Rechazo con esfuerzo la palabra profanación.
Por más cariño simbólico que durante años hayamos depositado sobre el cuidadísimo objeto, también habrá que admitir el impropio derroche de inacción. Y, aunque la espina sea la certidumbre de que el durmiente y algún que otro invasor jugarán y descansarán ahí, la flor será la victoria del Bototito sobre el frío…
No es que vayamos a vivir eternamente (ni parecido, oiga) pero al romanticismo le cuestan las renuncias.         

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