Después de terminado el recital,
te lo dije allí mismo:
que (contra el aburrido mecanismo
en que se ha convertido el ritual
del saludo fugaz, convencional)
tus besos estampados en mi barba
con ímpetu pujante, vigoroso,
me habían resultado sorprendentes,
de efecto tan feliz como asombroso.
También esa energía
que desplegaste con los instrumentos
hasta dejarme en el azoramiento
de mis manos vacías.
Con cortés desaliento
te comenté que nadie ya respeta
ni obedece mis canas.
¿Tanto parezco ya frágil profeta?
¿Tan Beda el Venerable que las mozas
se ocupan con primor y alma galana
de un posible carroza,
de integridad tan flaca e indecisa?
Luego me dio la risa
al recordar ese episodio raro;
la luz de faro
del resplandor en tus oscuros ojos,
en tu ropa, acaso en tonos rojos,
en tu pelo, desconocido y brujo,
tu sonrisa, tan franca y tan de lujo.
Mónica, te saludo
en una pausa que me ha concedido
un ataque de alergia que he tenido,
no demasiado agudo.