viernes, 3 de marzo de 2017

Último verano



Desde que, con pocos meses de edad, fui llevado por vez primera al veraneo en un pueblo de Sevilla, todos los años repetí la experiencia. Hasta los nueve. Sesenta después, el cariño por el Pedroso y por aquellos tiempos no ha perdido demasiado sus relieves.
Ni la magia de unos recuerdos para los que no soy ingrato.
   
¿Qué fue de aquella azotea,
de aquel jardín sosegado,
donde vosotras, las guapas,
y vuestras primas, las feas,
entretuvísteis
mis dispersos nueve años?
De aquellos días inquietos,
trufados de travesuras,
de aquel olivar cansado,
de las tardes de verano
y los ocasos manchados
de naranja, rosa y oro...
¿qué ha quedado en la memoria?

La tenue y mínima historia
de unas modestas campanas,
cada tarde más lejanas;
el rumor de las abejas
al pilón; la higuera clara,
la palmera, las ventanas
con azulejos y rejas.
Una zozobra en el aire
de aquel pálpito azorado;
el resplandor de un presente
que ni presentir podía
un futuro aún no pasado.
El recuerdo
de Adelita y Emilita
(porque entonces todo era
fácil y diminutivo
y cariñoso por dentro
y hacia afuera).

Se puso el sol en los ojos,
en las mejillas tostadas,
en los cabellos hermosos,
en las risas, en las trampas
de los juegos jubilosos,
en los presagios...

Eso fue.
Nadie sabía
lo que esperaba adelante,
con el pasar de los días.
Ni se esperaba
esta música suave,
de elegía.

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