sábado, 25 de abril de 2015

De la lectura



de un libro que no hace al caso, me distrajo el doble movimiento.
Ambos con el pico anaranjado, el plumaje de ella menos negro y la talla, menor (que el otro era él, se notaba porque constantemente le iba detrás), trazaban aventureros recorridos sobre el gramón, subían de un corto vuelo a la tapia, a las rejas, a las ramas del ficus. Un cortejo como una danza, de mirlos.
Siempre lo mismo – pensé –, se nota que estamos en primavera. Y regresé a las páginas.
Al poco, unas palabras dispararon un resorte en la memoria, sacaron del archivo dormido una ficha que no se tocaba desde hace quizá cincuenta y cinco años, y de la que jamás había vuelto a acordarme:
“Mon ami Pierrot”.
¿Cómo era, cómo era? Y, asombroso, no tuve que tirar apenas del hilo de ese tapiz.
“En el claro de luna, Pierrot amigo, préstame tu pluma para escribir una palabra”, que otras traducciones habrá sufrido antes.
La emoción suele ser libre, caprichosa incluso, y a menudo desdeña o rechaza las explicaciones.
Para la belleza, para la sorpresa, no sólo para el sufrimiento, Irene, vivimos.  

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