viernes, 30 de agosto de 2013

La salada claridad

Apenas salir del “parking”, un mínimo giro de talón lo embocó a la plaza conocida, vivida, amada, con el edificio clasicón del Ayuntamiento al fondo, y su reloj de carillón, con aquel son que venía de antaño.
La divisó enseguida: iba ya ella por la esquina de lo que fue el Novelty, al que Fernando aludió alguna vez. Y lo suyo, lo de ella, no era un culo sino una gloriosa, jubilosa obra de arte. Se acordó de J.L. Pero la de ahora tenía el tirón próximo de la realidad. Falda corta, luciendo, todo hermoso, pierna y un buen tramo de muslo; y una camiseta de tirantas, bolso y zapatos de tacón, todo en tonos claros. Un resplandor solar (de bote o no que fuese, qué más daba), el pelo rubio.
Y apretó el paso. Pero ella iba ligera: atravesó la plaza entre los veladores de los bares y restaurantes y enfiló por la calle hacia la Catedral, y a él le costó ir acortando distancia, con aquellos kilos que le sobraban de hacía años. Se sintió consciente de que el propósito (tantas veces ejercido ya desde niño, de mozo y aun de hombre maduro) le iba a costar hoy; se medio rió para adentro pero no se rindió y le dio alcance, joder si iba de prisa, antes de que llegara a la placita de las Flores para torcer hacia Columela. Un poco más, rebasándola, aceleró… se detuvo a fingir que observaba algo en el escaparate de una zapatería. Y, a lo discreto, le clavó los ojos.
De frente no parecía tan joven pero, desde luego, lo era de sobra. Y, por los cuatro puntos cardinales, guapa.
Debe ser la “salada claridad”. Y Dios, entreteniéndose con nosotros.

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