Se harían cábalas sobre el móvil, que pudo ser el robo. El ladrón, sorprendido, con la cara descubierta, su reacción exagerada pero que evitaba con seguridad ser identificado posteriormente y preso... Para ello, encontrarían la casa revuelta, la caja de seguridad, forzada; un estuche de joyas, reventado y vacío.
Y los comentarios de la gente, los vecinos:
-- No escuchamos ruidos, nada. Pero qué manía de la gente rica de no guardar las cosas de valor en los bancos.
-- Pero si no las tienes a mano, las joyas ¿cuando te las pones? Y además, a los bancos también los atracan.
-- ¡O son ellos los atracadores!
-- Qué horror, pobre señora.
-- Antes no pasaban estas cosas por aquí. Es todo este desorden de mierda que consienten los políticos, los jueces, la propia policía.
Las joyas, había que deshacerse de las joyas. Se las tragaría el mar, que tantas cosas se ha tragado ya. Un buen bolso de lona, fuerte y bien cerrado, y algo de lastre: el salitre y los peces hacen siempre la tarea, por los siglos de los siglos.
(El relato acaba ahí. El hombre que lo refiere subraya el final con una sombría mirada indescifrable mientras se aleja, un verano más, envuelto en el sonido evocador y bucólico que de costumbre precede y acompaña sus visitas. El Hipocampo apenas ha retocado algún matiz de la sintaxis.)