No había sido difícil dejarse fascinar por la estética y la atracción aventurera y legendaria de las armas blancas: ya, desde la niñez, el cine y las tempranas lecturas de novelas de Dumas y otros, habían impresionado su imaginación. Luego, de mayor, algún impulso atávico (atizado por los cuentos de Borges sobre una literaria y acaso verosímil violencia orillera y medio heroica) lo acercó sin esfuerzo a la admiración por los cuchillos. Ni esta reflexión ni otros recuerdos distrajeron esa mañana su mente, en la determinación de aquel momento.
Claro que, días atrás, urdiendo planes, llegó a concebir otra posibilidad que atenuase la repugnancia esencial de matar: aquel navarro ex-colega suyo, con licencia de armas, como aficionado a la caza y socio de un club de tiro, quizá hubiera podido mentir para él la desaparición de una de sus pistolas de colección, cedérsela en secreto sin hacer preguntas y... Pero eso significaba tener un cómplice inseguro, y nada convenía dejar desatado.
¿Y por qué, repugnancia de matar? Lo había leído como una disculpa premonitoria un par de semanas antes: en "Justine" se sostiene que a la Naturaleza le es indiferente el acto de la muerte, ya que no redunda en otra cosa que transformación y ésta es independiente y prevalece siempre sobre nuestras vanas pretensiones de trascendencia, sobre nuestros bobos protagonismos...
¡Coño con el afilador! ¡Qué parla la suya!Pionono no puede sino admitir eso que ahora tanto se dice: La gente anda sin duda sobrepreparada para sus empleos.
ResponderEliminarEsperamos con ilusión la siguiente entrega...