Como la cartelera de las matinales ofrecía una selección nada atrayente, consideró la alternativa de almorzar fuera.
Dudó entre el Puerto, Valdelagrana, incluso Vejer. Al final, entre indeciso y apoltronado, resolvió no alejarse mucho y, ya en el roadster, resolvíó no alejarse casi nada, y optó por un restaurante que tenía pendiente de probar en el paseo marítimo de su playa.
Respetuoso con su asumida moderación, que ya iba camino del séptimo mes, alargó la copa de Barbadillo con pormenores de rito y parsimonia y, distanciando los sorbos, logró, con ésa sola, coronar a satisfacción el bienmesabe recién frito y una dorada a la barbacoa (ésa era la idea) como no recordaba otra tan buena.
La tarde seguiría ventosa como la mañana pero iba saliendo ya mucho sol y la vista del mar, enfrente, volvía como siempre a llenar los ojos de placer.
Cuando, a los postres, no encontró en la carta el predilecto tocinito de cielo, pidió un café. El camarero le ofreció, por cuenta de la casa, un chupito, licor de hierbas, pacharán o similar, y él se sintió explícito, invencible, al declinar (no, si se pondrá de moda, ya te digo) la invitación con una prudencia que venía mereciendo el
-- Estoy orgullosa de ti, que le decía ella, asombrada de la determinación que casi sin esfuerzo se había propuesto.
Bueno, luego fue al "súper" y compró, a cambio, esas tarrinas de vidrio que traen la artística seducción del tocinito deliciosamente mezclado con yogur. A cambio.
Porque lo que no se va en lágrimas, se va en suspiros. ¿Véis?