Resolvieron que ese domingo madrileño irían al Rastro, célebre y castizo muestrario de objetos, artículos, sorpresas y antojos que ofrece su fauna humana, casi imposible de superar en su variedad, en su vistosidad llamativa.
Con la idea, a medias definida, de que algo se les ocurriría comprar, como así fue, se sumergieron en el caudal numeroso de visitantes, de ociosos de la curiosidad, de clientes que se demoraban entre los puestos, eligiendo, filtrando, regateando con los, más que ellos, hábiles vendedores transhumantes, chamarileros, comerciantes de la legua, expertos en psicología parda, saberes pragmáticos y mañas picaronas, corte ejemplar y paradigmática de avezados supervivientes y buscavidas, incluso músicos de jazz y otras ensoñadoras cadencias callejeras, cartomantes "orientalistas" y lo que Uds. puedan imaginar, incienso va y alfombra viene.
Hacia el final del paseo, ella le señaló la visión espectacular de una mujer cuya larga melena rizada y de color rubio oscuro sabía que iba a complacerlo. Y lo incitó:
-- Díle algún piropo.
Se negó él en redondo. Tímido incurable, no recordaba haberse atrevido casi nunca a algo así, ni en sus años mozos. Y además, y sobre todo, sintió la certidumbre de que su compañera, en ese detalle, y en los que pudieran aventurarse, sería para él la mejor y la más merecedora, desde luego, de todos los piropos posibles del repertorio.
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