En el acelerón
volcánico de la estampida, raras e inesperables habrían sido la memoria, la
concentración y las ganas de restablecer en su correspondiente lugar la desplazada
balda -que otros dirán estantería- del mueble para zapatos, made in Ikea, cuyo blanco, “azulejo de
baño”, rutila en el porche.
Deudor de mis
melancolías, y más aún, parsimonioso y en ocasiones irresoluto, hasta hoy no me
planteé el brote (que no oso calificar de psicótico) necesario para acometer el
trance de “bricolage” que su retorno
al, vale que elemental, emplazamiento original comportaba.
Miré al
soslayo, requerí la espada metafórica de un destornillador de estrella y,
pertrechado de las convenientes gafas “de cerca”, me medí con la aventura como si
caballero de la Tabla Redonda hubiese sido admitido, tras velar armas, por el
mismísimo Rey Arturo.
¿Me creeréis
si añado, sin afectación de heroísmo, que, ya metido en harina de incluyente
costal, afirmé el pomito (no sé si debo llamarlo así, malhaya la cursilería) de
la tapa de la cafetera que andaba medio flojete y que se prestó a someterse con
la misma herramienta, con la docilidad que se les ve a los ministrillos del
Sánchez ese?
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