Donald y la
Harris se vieron las caras en el pulso que por televisión se han echado, para que
el personal vaya decidiendo quién se llevará el gato correspondiente al agua en
los USA.
Con más
apasionamiento que conocimiento, los profusos papagayos que nos explican el
mundo desde las tertulias, han ido exponiendo sus pareceres, variados de color,
escorados del lado que cada uno adopta, con trastienda de intereses, ideologías
o memez básica y coyuntural.
Una sima se
ha abierto entre ellos que no parecen tener en cuenta lo arduo de la cuestión
que suscita tales desacuerdos; ni que, por el momento, muy en ella (a la sima
me refiero, Saramago) estén reparando:
¿Dónde se va
a colocar, ya que no el ortográfico, el acento fonético que definirá sin
ambages ese nombre exótico, esa nueva era que nos propone Kamala o Kámala, que
divide a los opinadores y retrasa un consenso en cuyo compromiso no haya más
remedio que implicarse y con el que sentirse concernidos, vinculados sin excusa
posible?
¿Y cómo
dejarse en cambio engatusar por la controversia de un acento andaluz (ceceante
o seseante que ello sea) con el que acusan a Doña Esperanza de mofarse, lejos
de toda caridad cristiana, del imposible trampantojo falsario con el que la
Montero quiere, insolente cum laude,
que nos traguemos esa perla con la que jamás habría soñado ni la Shell Company?
Sutiles
laberintos, titubeos abstrusos que andan desvelando el sueño, ya de por sí
discontinuo y fugaz, del Hipocampo quien, con ilusa determinación, solía
defender la indispensable diferenciación entre un sólo y otro solo.
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