En
sus seductoras y brillantes novelas, García Márquez adoptaba quizá la probable
costumbre popular en Colombia de llamar “turcos” a los emigrantes que allí se
establecían, procedentes que fueran de Siria, Líbano, Egipto, etc., más o menos
todo por junto.
Y
a los cuales caracterizaban unas frecuentes condición y ocupación de
comerciantes y tenderos, con tradición entre real y legendaria, trasplantada de
un lado al otro del mundo.
Pues
bien, henos aquí que Shakira ha debido heredar esos genes vendedores, si
observamos el astronómico éxito comercial de una su carrera artística que
favorecen los vientos de un público con peculiares niveles de entendimiento y
exigencia musicales.
Para
redondear la etapa reciente de su evolución, esta primorosa intérprete de la
canción ligera ha incorporado a una colaboradora “paisa” (que es como familiarmente les dicen a los del Medellín
colombiano, famosos asímismo por su laboriosidad y habilidades mercantiles), de
nombre Karol (con “k” de vascongado/okupa) y de apellido “ge” punto.
Y,
sobre la marcha, culminan un “tándem” que con sugestivos contoneos (nalgas con
ritmo “sabrosón” agitadas, pronunciamientos de pelvis, que con orgullo podrían
reclamarse de Presley y Jackson, sinuosos y algo convulsos deslizamientos
corporales de “animalitas” en celo) refrenda sus diatribas y las seguro que comprometidas
reivindicaciones que esmaltan la canción protesta de nuestros días.
¿A
esto se refería Dylan con lo de que los tiempos están -estaban- cambiando?
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