Haciendo
caso omiso del viento incansable que lleva días zarandeando estas playas, salí
a dar una vuelta por ese paseo marítimo que ya hemos citado por aquí con
anterioridad.
Escasísimos
paseantes, claro. Principalmente, responsables propietarios de perros (perretes dicen ahora los elusivos
tiernos, los sentimentalotes) paseables, de esos que, en compartida avalancha
protectora, serán objeto, sujeto y los jetos que haya, de derecho, según la ley
estrambótica y paranoica que se avecina.
Tiene
un porqué, esto de los perros: mucho más obedientes y agradecidos y cariñosos que
los hijos, han pasado a ocupar un lugar de creciente preferencia en nuestras
vidas, y más en las de quienes andan/andamos solos. Según las estadísticas (no
las de Tezanos, las que sirven) hay más animales domésticos, mascotas, etc. que
niños, siendo los canes con seguridad los primeros de la clase.
De
vecino, que a más no me resuelvo, tengo al perro de Germán que asoma su cabeza
por el parapeto de su terraza y me contempla con familiaridad consecuente,
pasados ya los primeros días que ladraba a mis evoluciones duchando al Z, o
atendiendo la parte trasera del jardincito. Me da que nos comprendemos
confortablemente en eso de asomarnos un poco al aire libre, comodones, al
resguardo sedentario de nuestras casas.
Del
otro lado están la mar, el islote del viejo Sancti Petri, el “señor mayor”
(Pepe, ay) que hoy me ha proporcionado un ejemplo de solución híbrida,
salomónica, portando a su gozque en uno de esos cochecitos veraniegos de bebé
(bastidor elemental y lona) como los que tuve, 31 años atrás, para esa Irene
que no me llama.
Y
el viento, que no para y puede que haga bien. Lo suyo.
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