Incluso
algunos amigos comunes estaban en desacuerdo al fijar la ocasión en que esos dos
habían coincidido por primera vez.
Que
si había sido durante un curso de Erasmus, en Bélgica, o que no, que ya se les
había visto juntos en una fiestorra de gente joven, porros y literatura, en un
piso del Madrid más castizo, cerca del Rastro.
La
familia de ella, comerciantes acreditados en Tetuán (o Tánger) a mediados del
siglo XX, luego marcharon a establecerse en Túnez. El padre, ya retirado de los
negocios y viudo, desempeñaba allí todavía un papel de oficioso agregado
cultural en la embajada española.
El
mozo, menos geográfico, era hijo de un concejal en el ayuntamiento de cierto
pueblo leonés. Apenas conocemos otros datos.
La
compartida vocación filóloga y que se prendaran uno de la otra de inmediato los
hizo inseparables. Hasta que un día incierto ella viajó a Túnez para unas
semanas de vacaciones que se prolongaron con retrasos e impedimentos tales que
el amor se fue enfriando entre los mensajes de móvil.
Con
todo, están resueltos a no perderse. Y el lugar de encuentro en que se han dado
la cita que será, o no, definitiva, es ese templo de belleza sobrenatural, esa
mezquita junto al mar en Casablanca donde repetidamente él había expresado su
deseo, su sueño de sólo ir con ella.
Ahora
la moneda está en el aire. ¿Sabe Alá de qué lado necesariamente ha de caer?
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