Cuando
la palabra es difusa o confusa; cuando sirve para agazapar la mala intención y
luego se sigue por ahí y se quiere escurrir el bulto, tenemos un problema.
Por
eso no va bien llamar chiste a una burla pública que, para más inri, se ensaña
con el aspecto físico de una persona, sea un “defecto”, una peculiaridad que la
sociedad discrimina o desdeña, algo que la cobarde comodidad colectiva rechaza,
etc; y ya incalificable de toda ruindad, la mofa de una enfermedad y, según el
caso, los complejos psíquicos que puede desencadenar en la víctima del
cachondeíto más o menos cruel.
En
épocas anteriores, por burlas y similares, ofensas hubo que se dirimieron en
duelo. Ejemplar y célebre, la figura simbólica del Cyrano literario y el éxito
con el que siempre, insuperable diestro de la esgrima, ajustaba las cuentas a
sus provocadores. Quizá hasta Quevedo -burlón él mismo- y otros, anduvieron en
lances derivados de esos atrevimientos. La lista sería larga.
Y
no es imposible que el agraviado eligiera las armas; que segura y naturalmente
solían ser las de su preferencia y más ventajoso manejo.
Cosa
de tiempos pasados, dicen, ahora lo que “se lleva” muchisísimo es lo de la
intocable proporcionalidad, aunque también otro punto de vista sostiene que la
arbitrariedad y el capricho del provocador, su inicial insolencia, concederían
amplia medida y elección independiente para la respuesta. Acordémonos del
semanario francés satírico (tan fino, tan libre) y las conclusiones que aportaron
los fieles de Mahoma, en su propia proporcionalidad.
El
bofetón de anoche (si fue auténtico) y cuya contundencia relativa se saldó sólo
con un “Wahoo¡¡” (o como se escriba tal palabreja) quizá pudo responderse con
otra variedad del sarcasmo. Pero Mr. Smith no lo decidió así.
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