Mientras,
en el horno de los sábados, Maritere preparaba ayer dos geniales paletillas de
cordero para el almuerzo, escuchábamos las canciones hermosas que Simon y
Garfunkel nos brindaron durante los 60 del XX.
Claro
que se nos podrá describir como carne de cañón para la nostalgia. Matizo: para
la decorosa, legítima nostalgia. Porque toca defender el arte de una época
contra los desdeñosos ignorantes que ahora (cuando tantos cometen eso de “preveEr”)
quizá se burlan, o no conciben unas ilusiones doradas que se desconocen hoy, en
el vigente atropello bárbaro de la tecnología y su ausente y menospreciado
humanismo, que disfrazan con insolencia de “progreso” y “civilización” tan, ay,
discutibles.
Por
supuesto que no estábamos inventando el mundo: ya estaba inventado, con Vietnam
incluido y otros salvajismos. Pero lo que tuvo de apuesta valiosa fue la
energía valiente de una generación idealista que consiguió volcar ciertos
cambios por todo el planeta. Semillas que, contra viento y marea, puede que no
se agosten por completo y rindan, a la larga, nuevos frutos en un porvenir mejor
encajado que este presente.
Con
mis fantasías soñadoras de músico joven a cuestas, recalaba yo en la tienda de
discos de Pedronel, Chapinero, Santa Fe de Bogotá, para alguna parrafada y la
compra selectiva de álbumes (L.P.) que iban saliendo.
Para
escuchar aquellas preciosas canciones que el magisterio USA prodigaba; para la
deliciosa puerta abierta que, entre otros, el inspirado dúo nos regalaba, por
relativa que fuese nuestra tierna identificación con el personaje de “El
Graduado”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario