Un
clásico. Hasta Samaniego (o quien lo hiciera) debió servirse del caso como
fábula vistosa, ejemplar.
Nada
como juntar a una farola y a una polilla para que el desenlace sea bastante
previsible.
Y
claro que la ambición de la fama y el dinero (tan en apariencia fácil ahí) son
tentación poderosa.
Pero
esa trampa en la que se cae, en estos tiempos en que de todo hay noticia, por
lo menos no anda con mayores disimulos.
Así
que, no procediendo abonarte la ingenuidad que, después de tantos años de “oficio”,
imposible es que no se te hubiera caído ya, mucho riesgo, tú y otros, habéis
tomado al jugaros tan temerarias bazas contra una máquina que sistemática y
sucesivamente se finge acogedora, casi cariñosa con sus “hijos”, para luego
ensañarse en su minuciosa y sangrienta destrucción.
Esa
máquina, ese escaparate de corrupción seductora, también a vuestra más boba
vanidad lisonjea; tanto que ni una polilla resabiada como tú, con tus modales
entre rabino y jugador de ventaja, ha sabido sustraerse al embrujo. Y ahora no
te queda sino someterte a las mofas sádicas con las que tus miserias y trapos
sucios se exponen, a cambio, eso sí, de unas migajas con las que -- bálsamo
poco suficiente -- te hagas a la humillación y al íntimo rito de lamerte las
propias heridas, Antonio, quemarte en la farola que, como otros idiotas,
elegiste.
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