No descarto la posible existencia (...en la viña del Señor) de escuelas esotéricas que sostengan la teoría de que la costumbre de caminar puede llegar a producir un estado de ánimo, un fenómeno de adicción y convicción entremezcladas.
Por otra parte, ya nos dicta la inteligencia que poner las cosas en cuestión, una cierta dosis de duda, no parecen opciones inconvenientes.
Así que cuando uno insiste en mantener la recuperación del cotidiano paseo matinal de una hora, más larga que corta, y resuelve el expediente con determinación y voluntad lateralmente férrea, no deja de preguntarse si en realidad ello está sirviendo para perder algo de los kilos que sobran (incrementados con el plus de sedentarismo de estos meses aciagos) o es una tontería de las de que "el que no se consuela es porque no quiere".
Comparo la decisión de este verano con las que, de forma intermitente, ya tomé en los anteriores. Y dos precisiones surgen, entre otras: la disminución de la velocidad de los pasos; la disminución del ansia. Lejos de mi temeridad, imprimir a la marcha un ritmo que no prestaría empaque y elegancia correspondientes al aspecto de mis años. Y al tiempo, la conclusión de que lo que mejor mantendrá el propósito es un especie de paciencia automática: se hace lo que sea y SE SALE DE ESO.
Aunque, de fondo, laten las preguntas de siempre, hasta cuándo, cuánto queda, toda esa sensación de que, batalla tras batalla, no ganaremos la guerra.
Escaso es el número de los otros madrugadores con los que me cruzo. Algo subrepticios, invariablemente su mirada transmite una apenas disimulada desolación, un aire inequívoco de comprensible desvarío.
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