¡Tantas cosas se deciden sin prever los alcances!
Cuando se vino de Madrid, al comienzo del 90 del XX, la urbanización, que él prefiere llamar barrio (con esas manías conservadoras y clasicorras de su condición), apenas mostraba un porcentaje mínimo de viviendas construidas. Y debió ser él, el primer colono que estableció ahí su singular fondeadero: frente al mar de su predilección, y no lejos de la ciudad amada, seductora y decadente, cuna de su abuelo materno.
Tan deshabitadas estaban aquellas calles a medio formar que los mirlos cantaban sus cadencias sonrientes, sin reparo al estorbo que después terminaríamos acarreando los humanos. Y se sentaba en el porche, abierto entonces a los vientos gaditanos, a escuchar el doble arrullo, la doble belleza del sonido del agua y los pájaros, que eran, en su caso, hermosas y satisfactorias sensaciones, casi inéditas.
Con los años, el canto de los mirlos se ha ido retirando hasta hacerse, cuando la comunidad de vecinos fue creciendo, meramente, espaciadamente anecdótico. Y se echaba de menos.
Y ahora, que los pocos residentes permanecen en la obediencia confinada que nos han "confitado" las autoridades sanitarias y las otras, y que la desolación, "au contraire, mon ami", implica un recuperado sosiego, el dulce cantar regresa y a menudo se instala con renovada naturalidad por los jardines y los tejados, devolviéndole el gusto y el sonido cariñoso, como en un feliz, inesperado y bien hallado "ritornello".
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ResponderEliminarExactamente lo mismo ocurre a los pies de esta sierra madrileña donde Pionono cumple con su encierro, soñando que en otro estado más lisonjero se vio.
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