Consciente de que su carácter lo situaba de forma permanente en LOS antípodas del valor físico y de que era de suyo el paradigma de la hipocondria y de que su umbral del dolor casi no merecía tal nombre, tuvo que someterse al quirófano, al ambiente gélido y sobrecogedor, repleto de instrumentos, artilugios, mecanismos, todos ellos impresionantes y de desconocido propósito y, en su mayor parte, de apariencia temible, con alto predominio del acero inoxidable y los inquietantes diseños.
La espera previa que se prolongó semanas (desde la primera noticia necesaria hasta las casi dos horas ya en la antesala, luego en la camilla de operaciones, bajo la luz múltiple e intensa de los focos) consumió sus de por sí ínfimos arrestos y menos mal que accedieron a colocar una almohada bajo su cabeza durante la intervención.
Las frases de aliento, los gestos de ternura, las bromas deliberadas que, con un fondo supersticioso, procuraban disminuir el mal trago con un humor exagerado y negro, de tinta china Pelikan, a lo largo de la jornada anterior, y de las horas precedentes, se desvanecieron en la última media. Y no tuvo la mente en blanco, sino en un suspendido calderón; en un difuso estupor de íntima soledad.
Ahora, de vuelta a casa, hay distensión, paella, café y besos de Isadora, que viene teniendo el capricho de pedir y comerse el extremo suave del clásico croissant relleno de chocolate...
De vuelta a casa, la normalidad hace parecer este pasado inmediato como otro sueño incómodo que comienza a desvanecerse.
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