Cuando algunos de los asistentes a la reunión iniciaron la despedida, también él decidió que era hora de irse. Y empezó a inquietarlo el hecho de no encontrar su chaqueta. El anfitrión sugirió que quizá había llegado ya en mangas de camisa, aunque no era lógico, con el tiempo, aún frío, que tenían esos meses.
Sin resolver aquel inconveniente, lo acompañaron al coche y al no recordar dónde lo había aparcado horas atrás, su aprensión y su desasosiego fueron en aumento de forma vertiginosa. Desorientados, increíblemente cesaron en la búsqueda, desistieron.
Luego, recuerda, se encontró remontando los peldaños de aquella sala de cine, sintiendo un pánico creciente porque iba teniendo ya la espantosa certidumbre de haber olvidado su nombre, su identidad.
En eso estaba, en el instante en que un movimiento del adorado tormento que dormía a su lado, lo despertó, recobrando así la realidad con un alivio que Vuesas Mercedes no dejarán de comprender.
Como para eliminar del todo la molestia de esa pesadilla, ahora se ha sentado a escribirla, a conjurarla, mientras el café y las tostadas ajustan un poco su destemplado diapasón y han parado, por ahora, el viento y los aguaceros.
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