Temprano, el paseo, esa cosa disciplinaria con la que la conciencia se tranquiliza a medias y se dice a sí misma que ya ha cumplido, que se merece el desayuno, claro que menos sensato y saludable de lo que las teorías, las dietas, los médicos áticos y herméticos en sus consultas y despachos urbi et orbe recomiendan.
Y todavía es de noche, ahora que entra el demorado otoño. Así que prendo el flexo de la lectura en el porche y continúo con el libro de turno. Al poco, un cacharrito que programa alguien, quien sea, con su sabiduría y oficio incomprensibles para mí, determina que es la hora de apagar las farolas de la calle, y queda ahí...
... esa primera luz tierna del lluvioso comienzo de este día que disfruto, cerrando el libro, apagando mi propia luz eléctrica y halógena, y mirando el jardín, los recientes cristales, los restos del agua que afortunadamente ya vienen y van soltando (para nuestra bendición, otras veces para nuestras inoportunas inundaciones) estas nubes de octubre.
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