Alija oficia junto a mí de auriga
por entre el tráfico, en la capital,
porque ese agobio tiene mucha miga
y me acobarda de forma brutal.
Cuando en la Villa y Corte yo vivía,
con casi todo, vaya, me atrevía;
pero ya estoy mayor, cateto y sordo,
conque se queda descansando “el Gordo”*
y Alija, ducho en ducha cortesía,
me transporta y me guía.
De un sátrapa oriental,
de un abad florentino,
tiene querencias inconscientes (?),
hondas.
Ingeniero cabal
de los sonidos finos,
se ciñe, valeroso, en las rotondas.
Aprovechamos entre los semáforos
para despellejar a los políticos,
usando palabrotas de un catálogo
que nadie afirmará que no es legítimo.
Probamos las tortillas de patatas
en calle Ayala y otros tabernáculos.
(Madrid, qué pena, es un espectáculo
por el que cada vez trepan más ratas.)
No importa, que este auriga inconcebible
consigue lo imposible:
enredar con dominio de alta hiedra
a hermosas ninfas, allá en Pontevedra.
(*El
“Gordo” es… bueno, ¡qué os voy a contar!)
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