Aunque anduviesen teñidas del clásico desdén de las
féminas, consentidoras víctimas propiciatorias de sus elecciones inertes y
rutinarias, de sus decisiones convencionales, sujetas a la prudencia burguesa
de los sensatos pies de plomo, afrancesadas asombrosas de grandes, hermosos
pechos, me recordaban de modo caprichoso a aquellas otras hermanas que en el
cine se llamaron Deneuve y Dorléac, bien que una murió a destiempo (¿se muere
oportunamente, alguna vez?) y ni siquiera eso la eliminó por completo de unos
recuerdos que se alimentan, complacidos o contrariados, de las nostalgias de
una época de oro.
N. y N. consumen, con inconsciente displicencia, con
pródiga parsimonia y algún toque frívolo de chovinismo prodigioso, el devenir
del tiempo que les/nos, queda, sometido ineluctablemente a contingencia, al
albur por sorpresa, arrasador, todopoderoso, del instante último que la
infalible usurera de la guadaña nos tiene mimosamente reservado, con una
sardónica mueca que se pretende sonrisa, aunque siniestra, en su pálida y
fosforescente calavera.
Giramos por ahí, todos, en órbitas, nos desplazamos con
movimientos que se entrecruzan a veces; que divergen, otras, interminablemente
estériles.
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