Las mujeres son ese colectivo telúrico y de difícil y
delicada comprensión que, en primera o última instancia, conducen el mundo
además de parirnos y de llevarnos ocasionalmente al más bien metafórico edén de
las huríes.
Se da por supuesto que Uds. ya han oído hablar de
Cleopatra, Paulina Bonaparte, Santa Teresa de Jesús, la Merkel, Catalina de
Rusia, Isabel la Católica y Maribel Verdú, etc.
En estas fechas recientes, el acontecimiento vistoso que
entronca con tan diversas influencias, tradiciones y pulsiones, lo ha
escenificado la parienta de Barack, ondulando, cimbreando y los “andos” que
Uds. quieran, la curva y prominente, rotunda y cabal retaguardia (o sea, las
generosas y pimpantes posaderas, que suelen ser júbilo proverbial y casi
heráldico de su raza), como si la poseyera el espíritu de Josephine Baker o de
la entera, atávica selva, en los recónditos ancestros que, cruzando el océano,
trasladaron en los buques el Vudú y los demás ritos misteriosos cuya espesura y
fascinación nunca dejará de impresionarnos.
Todo un ejemplo de incontestable modernidad, el de esta primera dama.
Por cierto, la inspiración de los picaruelos dibujantes
satíricos de París, ¿ya ha dado, o lo hará, en la ocurrencia de un boceto sagaz
y chispeante, de irreverente audacia, sobre esta frutal y desenfadada pareja?
Por su parte, Hilary, a quien cualquiera pudo
vislumbrarle desde el principio que iba a ir a por todas, se postula para
superjefa y, ay, cae en la “simpática” tentación de capitalizar su condición de
fémina, como un plus de oportuno e inédito estreno.
Y no. Por ser dama,
ni rechazarte ni auparte, ¿vale? Y lo mismo, fíjate, si fueras esquimal o
guitarrista de flamenco.
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