Aquella distante noche, imprevisto encuentro, eras una
hermosa odalisca, bailando para mí. O para ti, o para tus espejismos, quién
podría determinar la verdad.
Entre el juego y la seducción, envuelta en un vestido que
iba a ser azul y terminó siendo de cualquier otro color, improvisabas tu danza
velando, no sé por qué, tu escote con una especie de incongruente chalina que,
a mi petición, dejaste pronto fuera, a un lado.
De esa noche, inesperada aunque, ya se ha visto, no
imposible, quiero quedarme con tus ojos intensos, con tus cabellos oscuros, con
el sabor entregado y complaciente de tu sexo, la satinada felicidad de tus
senos y tus axilas y el asombro del tatuaje deslizándose hacia tu cadera.
Y todavía faltaba la sesión de la mañana, disfrutando
juntos con lenta delectación la estampa de tu deliberada desnudez.
Observo, con la mirada atenta que me conoces, tus
movimientos, tus apasionados desórdenes, la energía que generas para mojar tus
conflictos, para decidir tu resuelta vocación como un destino. Y ya te he dicho
que por ti anda el Sur y, añado ahora, el Oriente.
Yo que, sobre mi nombre, posiblemente algo tengo de
remoto y vertical visigodo (bien que injertado en según qué contrarias
querencias), siento la atracción de tu propia y ondulante barbarie, algo alterado
en mis propósitos, al menos teóricos, de equilibrio, de ponderación, de
refrescada racionalidad.
Cosas que posiblemente haremos, o que no haremos,
cautelosos (?), derrochadores de tiempo, barajando los naipes de nuestro ya
histórico y parsimonioso reloj de arena ocasionalmente compartido.
No importa. Yo creo saber lo que para mí llega a
significar, así lo quiero, tu sonido, incluso cuando deviene áspero, porque aún
no has dormido lo suficiente, y revela notas de repentina tigresa, menos mal
que transitoria.
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