Una frase recurrente afirma que “una imagen vale más que
1.000 palabras”.
Seguramente convencido de esta especie de discutible aforismo,
el ministro Varoufakis se ha vuelto muy popular, famoso como estrella de cine,
a fuerza de hacerse tan visible como una mosca en leche entre los sobrios y
discretos supergestores de Europa.
Siendo generosos con el patetismo que caracteriza a todo
deudor insolente, para la órbita en la que se mueve, ostenta con notoria
fruición unos atuendos atípicos, un aliño
indumentario de diseño que parecen incluir con deliberación un propósito
provocador, unas ciertas ganas de ir de rebelde y a contracorriente. Un punto
“postmoerno” aunque incluso eso ya está más que trillado.
Esto puede que no sea ni malo ni bueno. Otra cosa es que
no faltará psiquiatra argentino que lo diagnostique como la consecuencia, la
expresión de un complejo estrafalario sin resolver.
Y otra cosa será que, con su gesto un poco de directivo
de club de alterne que amaga burlas de matón, tendrá que “valer mucho más que 1.000
palabras”: todas las que él y su equipo van a manipular para el toreo de los
embaucados ciudadanos que los han votado.
Para decir (como casi todos los políticos de todos los
gobiernos), con la maxicara de megacemento, Diego donde dijeron digo. O al
revés.
Entre la austeridad con su “antipatía” y el despilfarro
con su “orgía”, nos preguntamos si no existirá la clásica virtud del término
medio.
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