Construyeron el faro en un alto que no llegaba a
acantilado. Y ésa no sería su única modestia.
Eran conscientes de que no disponían de una luz poderosa;
de que pocos navegantes se servirían, desde sus barcos, de las señales que, con
ese romanticismo que no quiere rendirse, emitían en aquella costa poco
frecuentada por las travesías comerciales, por los cruceros de moda y los
gigantescos cargueros transoceánicos.
Pero les gustaba aquello. Obedecían a un mandato interior, aunque los insensibles
habrían podido opinar que eso era una manía como cualquier otra. Que aquella
sostenida ocupación no parecía menos insignificante que el cometido de un
acomodador de cine clásico con su linterna; acaso igualmente prescindible.
Había jornadas en que el viento y la lluvia arreciaban y
el mar se crecía imponente de amenazas, ofreciéndoles una estampa de hermosa
furia. Otros días, era el mar como un espejo. Un paradigma de serenidad.
Soledad y aislamiento, claro. Pero tiempo para recogerse,
reflexionar, templar el ánimo, de una manera diferente de la de Santo Domingo
de Silos, pero que también requería lo suyo.
Y sí, aunque pocos, algunos pescadores, algún balandro
distraído, agradecían su presencia, su insólita manera de procurar una suerte
de esa comunicación que suele entenderse como inherente a los humanos
(y a la cual bautizan con el fatuo “interacción” los sobrevenidos borrosos del diseño, esos narcisos tan
desdeñosos, ñoños y gazmoños, coño, con el María Moliner).
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