Nuevamente en estos días, mucho ruido, lamentaciones y
vestiduras rasgadas en una aleación impresentable de embotamiento e hipocresía:
los episodios de violencia al socaire del fútbol (aunque también haya otros
revulsivos e intenciones), como tantos otros desmanes de la sociedad “humana”,
tienen sobrada tradición, se han consentido y fomentado incluso, hasta que
toman proporciones de muy difícil o imposible control.
Que en todas partes cuezan habas, no redime un ápice de
una realidad: este “rey” de la Creación, hecho a “imagen y semejanza de Dios”,
según dos eufemismos o metáforas tan escandalosos como falsos, es básicamente y
desde muy en sus orígenes una criatura agresiva, peleona y tirando a cruel,
cuyos instintos brutales necesitan muy poco para ser azuzados y poner en marcha
los peores mecanismos de la conducta. La política y el fútbol se han vuelto, en
ese sentido, dos imponentes detonantes.
La cosa, muy anterior al circo romano, consiente en
cualquier caso muy poco disimulo.
Y sería una ingenuidad pedir que se empezara a
reconocerlo con humildad y pretender que el primer ejemplo lo diesen esas “estrellas”/
protagonistas que son los jugadores y que sólo podríamos llamar, con
escasísimas excepciones, caballeros deportistas, echándole a la expresión un
plus de recochineo y de afilado sarcasmo.
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