Cuando llegó a la oficina de correos, a las 8 horas, 10
minutos de la mañana, ya le precedían en la espera unas quince personas que no
hacían lo que se entendería con propiedad una “cola” sino un amorfo
desparramamiento múltiple, ideal para garantizar la confusión cuando,
finalmente, los funcionarios dieran comienzo a su jornada.
Era, viva la madre que los parió, el horario de verano
que consiste en la mitad del tiempo de asistencia para siete veces más
población, la que se junta para las vacaciones. Un prodigioso alarde de lógica.
Ni siquiera la consecuencia de los “recortes”: ese abuso desahogadísimo del
tiempo de los ciudadanos/usuarios tenía muy acreditada y larga tradición.
Le vinieron ganas de expresar en voz alta, bastante alta,
el encono de estar pagando, vía impuestos, el sueldo de cuatro empleados, dos
de ellos ausentes con la bula de la “ventanilla fuera de servicio”; de verse
obligado a salir de aquella gestión postal a las 9 horas, diez minutos, les
dejo el gustoso cálculo. Casi de arengar a las otras víctimas presentes de ese insolente
mangoneo quienes, seguramente manifestarían su acuerdo, otros su esclava
mansedumbre, otros su cansada, rendida indiferencia inerte, moribunda.
Observó a la concurrencia, variopinta. Sintió la
pesadumbre de la impotencia. Comprendió, cosa fácil, el éxito de los nuevos
encandiladores entre las mesnadas/manadas del múltiple descontento, de la
indignación rebosante de causas, motivos, explicaciones.
Guardó un envenenado silencio y se sintió casi enfermo
con todo aquello.
Salió a la calle; volvió al aparcamiento y recogió el
coche.
Conducir despacio le fue sosegando el ánimo y pudo
desayunar un mollete con jamón ibérico y una copa de Canasta Cream.
“Habrá que seguir remando”, pensó. Y también, “Fujitsu
será hoy mi paladín defensor contra este desalmado viento de levante y la playa
hasta arriba de gente”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario