Me dice Carbonero tras dos
ecografías
que no ve piedras graves
que graven mi riñón
y que así lo confirma esa
radiografía
que en la Zarzuela hicieron
para más conclusión.
Pero añade el doctor (el
doctor Carbonero)
que sale en la analítica –
esa cosa tan rara –
que en mi cuerpo serrano,
con grande desafuero,
hay tal colesterol que a
nadie me compara.
Que del máximo límite, que
debe ser doscientos,
yo me paso con mucho de la
cifra prevista:
que supero con once el
número trescientos
y soy para el infarto
predilecto accionista.
Así que me conmina a
cambiar esa dieta
que he practicado siempre,
retórico y suicida:
carnes, patés, bombones,
embutidos, croquetas
y alcoholes variados en
todas las bebidas.
No diré que sin trampas, el
nuevo recorrido
estos días centrales de este
julio comienzo.
Como un monje espartano he
de echar al olvido
los placeres mundanos, los
vicios que no venzo.
De antemano renuncio a
trasegar verduras.
Heme aquí entre legumbres,
frutas, pescado azul;
me aconseja las nueces esta
nueva andadura,
virginal y modosa como
novia de tul.
Un horizonte oscuro se
extiende ante mi vista,
presiento itinerarios de
penitencia austera,
y aunque por el momento
puedo seguir de artista,
he de reconocer que esto no
es lo que era.
No es raro que quien tiene
desocupado el tiempo,
y rigurosamente prohibido
el tocino,
construya, diletante, su
breve pasatiempo
con holgazanes versos de
corte alejandrino.
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