Las “personas humanas” (esto no es más que retórica)
vienen dando en la flor de identificarse con el número de su teléfono, móvil o
anclado que sea.
Recibo, en ocasiones, algún mensaje en la mínima pantalla
hipnótica del cacharrito, que incluye la advertencia: “Remitente sin nombre”, o
alguna otra cosa breve que cree ser explicativa.
En el servicio militar, a los mozos todavía románticos
que entonces éramos, nos resultaba chocante, irritante incluso, ser
identificados y llamados por un número. Tengo la sensación de que ese rechazo
se produce, con más ahínco todavía, en los presidios, ahora bajo el nombre
melindroso de instituciones penitenciarias.
Me asombra ese extendido y voluntario, inexplicable y
adocenante desliz, hábito adquirido, rémora psicológica o complejo de
modernidad, de vanguardia tecnológica o minimalismo sin digerir.
Podría comprender que algún infortunado al que bautizaran
con desconsideración Kevin, Christian, Borjamari o cualquier otro dislate,
escondiera su nombre, aun no siendo culpable de tamaña fechoría decidida por
sus imprudentes mayores.
Pero cuando uno puede permitirse el lujo de llevar a gala
y a mucha honra “… un nombre que sonase a hierro: don César, don Rodrigo o don
Fernando, y un escudero dócil como un perro” o encrespado como un
progre contestatario que llegara a ser; cuando un honroso Pepe o Paco cumplen
cabalmente con el santoral y la mejor decencia…
¿A cuento de qué, esconderse bajo el arrastrado y servil,
escaso de empaque y degradado saldo sin estatura de las rebajas, que supone el
número de teléfono?
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