Sigo creyendo que lo que podríamos llamar las costumbres,
o la actividad, de mi señor, tenían más de atrevimiento o de profanación
semisacrílega (casi podríamos decir variedad inusual de la gastronomía, de la
“nouvelle cuisine”), que de delito propiamente dicho, ni cosa parecida.
Y fue realmente incómodo prolongar aquella deriva, a
partir del momento en que un compositor indiscreto e imprudente publicó, en una
especie de canción/glosa, lo que era tan sólo la inofensiva vocación de mi
señor.
A pesar de la minoritaria difusión de aquella suerte de
libelo musical, no tuvimos dudas de que todo había quedado, en alguna medida,
expuesto a la curiosidad, siempre malsana, de las gentes.
En efecto, no soy otro que “el sirviente hugonote” que se
nombra en la canción (por otra parte, impecable de estructura y vocabulario:
sería miserable regatearle o negarle al autor la soltura magistral, el estro de
certera cetrería).
Ahora, mientras que a solas preparo en la cocina mis
comidas heterodoxas, cuyas recetas abundan en colesterol y en las más radicales
especias picantes (mostazas de Dijon, pimienta de cayena, polvo de chile),
escucho, del otro lado de la tapia, las voces seguramente humanas de los
escasos transeúntes que se aventuran a caminar por estas sombrías avenidas con
abandonados palacetes del extrarradio.
Y entretanto, elaboro la ejecución del plan que fue el
mandato primordial de mi señor, de mi amo, en la hora de su testamento y
muerte:
La justiciera, expeditiva e inapelable querella contra el
músico cuya insolencia profanara el secreto sagrado del difunto Don Marcial, a
quien Belcebú tenga entre sus más móviles, afiladas e inextinguibles llamas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario