De dos Malenis con relieve popular disponemos en nuestro
presente y menguado tiempo.
Rebautizadas así
(que no, nunca, jamás, asín) con el desgarro comodón de
nuestros modos españoles (y sabemos hasta qué punto Andalucía termina siendo el
emblema de España, aunque hiperbólico), brillan en nuestro firmamento de
espectadores, entre cabreados y cotillas, con luces diferentes y bien notorias.
La una, de resonante apellido cinematográfico, presenta,
si quiere, ejecutoria de rebelde y un sí es no es de tumultuosa y libertaria aunque,
a la postre, gringa algo ingenua, haya sucumbido al encanto de lo español y
(habiendo en su historial papeles de resuelta ejecución en ese arte
deslumbrante que es el cine) decidiera plegarse un poco al amor o a su ficción,
a la más o menos conflictiva simbiosis semidoméstica que el malagueño guapo
comparte, parece que todavía, con ella.
Digan lo que digan, Raphael dixit, ahí sigue la su cosa
de ellos, algo Disney cuando se descuidan, humanos que, al cabo, no dejan de
ser. Suerte.
Y luego está la otra.
Aupada por su gente, su atrevimiento y su insaciable
ambición, a altares políticos y de influencia que su entidad montonera y
pedestre jamás habría merecido por sí sola, ha podido sobrevivir al ruido y a
la incómoda estupefacción que su torpeza diestra y sus manejos vienen
produciendo desde hace años (desde cuando los billetes de avión, por lo menos)
y, tan ávida como marrullera, no tiene otro remedio que comprobar estas semanas
que ni las tramas de los suyos, espesas, umbrías, pantanosas, han logrado esconderle
las múltiples manchas del expediente que ahora Alaya, con su admirable firmeza
de cariátide, le pone por delante.
Impermeable a cualquier variedad del bochorno, su “Antes partía que doblá” fue un
desplante chulesco y algo ordinario que le va a dar en los morros, si las cosas
se hacen con decencia y no como de costumbre.
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