no consumieron el pan sobrante y cortado en trozos
pequeños que les dejé ayer en el jardín.
Y esta mañana, más sosegado el tiempo, encontraron con
impaciente satisfacción esa suerte de desayuno pendiente.
Dos o tres de los más pequeños observaban a una cautelosa
distancia, antes de acercarse. ¿Comida gratis? ¿Dónde está la trampa? Y, demorados
en la duda, se les adelantó un mirlo, de color negro, que es cosa insólita, ya
sabéis.
Con su mayor tamaño empezó a dar cuenta del pan y eso
aceleró la conducta de los otros. Pero cuando se decidieron, encontraron una
altiva y resuelta oposición.
Hay que andarse con ojo: el mirlo tiene un canto dulce,
de cambiantes e imaginativas cadencias que te pueden hacer soñar con el
paraíso, porque la música es mágica, y el oído sensible, conspirando con el
cerebro y el resto de finísimos terminales químicos y eléctricos que tenemos
instalados, nos lleva embaucados al nirvana.
Así que quién diría que el mirlo, con el hambre adecuada,
puede ser un casi feroz defensor de la pitanza, un primo zumosol que hace valer
la mayor envergadura, y acaso los músculos adquiridos en el gimnasio, como otro
culturista más.
Si se fijan Vuesas Mercedes (atentos a la falsa sabiduría
de la estúpida maquinita), está todo inventado.
No sobrará tenerlo en cuenta.
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