Se empeñó en presumir y que todos la vieran, vanidad
típica de las adolescentes. Como ya le dije que no nos meteríamos en el tumulto
por nada de este mundo, y en eso me mantuve firme, accedí a su segunda
insistencia para compensar, ya que me gusta complacerla en lo posible.
Conque nos fuimos hasta el límite de la provincia, nos
apostamos convenientemente y, cuando empezó a espesarse el escuadrón bizarro y
valiente de los moteros que regresaban del Gran Premio, nos pusimos en
contraria marcha, parsimoniosa y aristocrática, un punto de picardía victoriosa
en sus contoneos.
El asfalto queda un poco rayado; mi brazo, con la rigidez
de la escayola que no tiene.
Volvimos envueltos en un aura de calor triunfal, a tiempo
de ver a los melancólicos moteros postreros, que merodean todavía por la zona,
sin querer despedirse del todo de esta tierra guapa, hasta el año que viene.
Comenzó a reflexionar (tiene a veces veleidades
filosóficas) sobre el fugaz paso del tiempo. No se lo consentí. Le dije: “Con tus hechuras voluptuosas y tu tono
azul, único, afirmo que eras la más bonita del baile”.
Se vino arriba enseguida y ya sonreía abiertamente cuando
la dejé en el garaje. A dormir.
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