Lo observaron con aprensión y algo de asombro. Iba él con
su tradicional y siempre inexplicable bata blanca de químico de laboratorio,
camino de la esquina, para depositar la bolsa de basura con cuidadoso
miramiento en el correspondiente contenedor, suministrado por el Ayuntamiento,
de suyo tan solícito y eficaz, tan querido por la entusiasmada ciudadanía.
Las dos parejas, con pinta de matrimonios cincuentones,
regresaban de la playa con el desaliento en los rostros que un viento frío e
inhóspito puede producir con facilidad.
Se miraron de hito en hito. El de la bata rumiaba
silencioso su rápida y descalificadora opinión sobre el adocenado, rutinario y
deprimente aspecto de los inoportunos e inadecuados paseantes/invasores. Un
punto de distancia matizaba su actitud y sus movimientos.
Absortos los presuntos matrimonios en la contemplación
inesperada de aquello que, más que otra cosa, semejaba una visión surrealista y
daliniana, continuaron su paseo, casi a escondidas, como avergonzados de su
inadecuación en la tarde a medias soleada y harto ventosa.
Así, a lo largo y ancho de este mundo giratorio y tenaz,
las órbitas incomprendidas e incomprensibles se entrecruzan de forma estéril y
abstracta, mientras la especie humana, siempre lamentable, camina con
parsimonia cansina y desorientada hacia su extinción inevitable y acaso fértil
y conveniente, hacia su luminosa y postrera condición de abono.
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