Con los más variados motivos, y ahora hemos tenido uno,
surge una atronadora oleada de ponderaciones, satisfacciones, felicitaciones y
todo tipo de parabienes admirativos con el asunto aquel de la Transición.
¿Tan estupenda y difícil fue?
El gobierno del Generalísimo produjo, entre otras cosas,
un considerable desarrollo material de la sociedad española que a nadie convenía
poner seriamente en peligro. Y para retomar el conflictivo hilo previo, había
pasado además mucho tiempo, décadas de una continuidad que no iba exenta de
comodidades, aun discutidas por los descontentos, hay de todo, claro.
Así que la opción fue la Transición. Vale que la
gestionaron políticos a los que el propio Caudillo había mantenido
desentrenados. Si tenemos en cuenta este detalle, cumplieron, y porque también
les iba en ello su posición, su futuro, su posibilidad de heredar el manejo de
la finca. Que así mismo lo vieron otros poderes, el dinero, incluso la Iglesia
y el Ejército, aun con sus reticencias y reservas, etc.
También se portó el Rey, eligiendo acentuar la
elasticidad dentro de que ya estaba designado desde antes.
Y la gente. La gente, los ciudadanos, brindando un
formidable ambiente de apoyo, colaboración, laboriosidad cotidiana, cosas de
esas que siempre aportan las personas normales, ocupadas en sus trabajos y en
sus familias. Gente que, contra viento y marea, que ya es decir, se ilusiona y
confía y espera.
Conque la Transición. Sin alharacas, ¿de verdad cabía
otra cosa en el último tramo del siglo XX? Toda esa etapa fue dura y sembrada
de obstáculos, pero me suena que no teníamos mucho donde elegir.
Y si observamos algunos resultados (las autonomías, los
despilfarros e injusticias, la deslealtad de las regiones centrífugas, el
horroroso y repugnante espectáculo de la policía, a la que dejan acorralada y a
merced de los vándalos la hipócrita pusilanimidad y la inoperancia de la
interesada corrección política y los pañitos calientes, el zarandeo frecuente
que vivimos), si observamos tales resultados, puede que convenga rebajar el
nivel de los vítores, el pecho henchido, una parte al menos de tanta pueril y
descomedida ufanía.
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