No quiero alarmaros, no quiero embaucaros. Prefiero que,
de uno en uno, os dejéis llevar por vuestros propios espejismos, antojos,
querencias, mínimas aficiones, vocaciones exaltadas.
Pero quizá puedo manifestar aquí que, cuando me observáis
inclinado de manera algo insistente a la gastronomía (enésimo pecado capital,
pariente oblicuo y diplomático de la gula), no es fácil asumir la pasión
egipcia, el carro arrebatador de Elías, el eterno retorno que Zaratustra y otros
pregonaron, incluso con discreción y con intérpretes interpuestos, que pueden a
uno conducirlo, sea con docilidad o con desbordado entusiasmo, a volverse
resueltamente el impasible devorador de croquetas de mejillón tigre.
Y no digo más, ¡oh, vosotros, jinetes involuntarios del
potro desenfrenado del Destino, criaturas inefables de las profundidades
abisales, transparentes y multiformes cual seres ambiguos que la pleamar acerca
a nuestras costas como maravillosos y deslumbrantes alienígenas, pólenes mecidos
por el viento, versos alejandrinos, oh, vosotros, sutiles y delicadas criaturas
que se deslizan jugando por la espiral, el tobogán, la noria, la cornucopia sin
fin de las mágicas palabras eufónicas!
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