Un contratiempo, una avería en el “roadster” (ahí va eso,
anglófilos) me ha sometido al ferrocarril, que ahora nos lleva a los pasajeros,
de una ciudad a otra, a una velocidad considerable y que casi no se parece a
aquellos trenes de carbonilla que me trasladaban al Pedroso.
Alvia se llama el que, a la fuerza ahorcan, me transportó
(junto con un montón de otros usuarios, transformándonos a todos en cofradía
anónima e impersonal) desde Madrid a San Fernando de Cádiz.
¿Qué podría deciros? Yo soy un devoto de la carretera,
así que Alvia me pareció aburrido, soso, dentro de mi infortunio. Y aunque
invertí un porcentaje de las reservas personales de la paciencia, lo que es
difícil disimular es mi decepción cuando el carrito de las posibles
consumiciones, a través del pasillo, y el consecuente y discutible “bar”, más
bien cafetería parca, sólo pudieron ofrecer la lata inocente de cerveza como
máxima posibilidad de lo contundente.
No faltará un sufrido viajero que estime el detalle como
un sádico ejemplo de la tibieza puritana y represora, del “roneíto”
políticamente correcto.
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