Incluso con poco volumen, creo que soy otra voz (y no de
las mejores) que clama (vaya verbo) en el desierto: en uno cualquiera, quizá
pequeño, con pocas dunas.
Y aun así, desde mis reflexiones, desde las líneas
fatigadas y frágiles de mi pentagrama, obedezco a un mandato interior que no he
elegido pero al que no podría, sin trampa y sin cartón, perder la cara.
Escribo, señalo, protesto.
Porque no me lo callo todo ni me conformo, porque no
suelo ir con la corriente cuando siento que ésta se equivoca, supongo que
siembro algún detractor, quizá algún enemigo poco flexible, aficionado a sumar
la falta de respeto democrático con el desacuerdo de las ideas.
Puede que yo no sea valeroso, aunque procuro no ser del
todo manso. Decepcionado, escéptico, contra esos síntomas, sigo: pensando, no
creyendo porque sí, no aceptando a bulto, no dejando que me contagien con
facilidad, sin resistencia, las inercias, los compromisos, los disimulos.
Mientras esto se acaba (que lo voy repitiendo),
mantengamos la costumbre de la ducha diaria, el cabello limpio con un champú que
aporte algo de gallardo volumen; y, como la Madre Emilia, la frecuencia
numerosa del rito de lavarse las manos, a toda hora, para todo.
Incluso para abrir la siguiente botella de “Pampero
Aniversario”, sí, sí, ésa que viene envuelta en un saquito de piel.
Ante todo la higiene. Ahora que mejor con un brandy de esos que se hacen tan deliciosos cerca de donde estás.
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