El estupor de los vecinos fue en aumento, a medida que,
con los años, desaparecieron sucesivamente primero, el marido y más adelante,
los hijos.
Eulogio y Dolores, consolidada pareja de hecho,
sobrevivientes a los radicales avatares de la convivencia e inquilinos de un
piso ubicado en un inmueble próximo, observaron también la extraña e
inquietante falta de movimientos en persianas y puertas. En las sobremesas,
ambos, cotillas como eran, hacían cábalas no del todo maliciosas (a las cábalas
me refiero) sobre los hipotéticos aconteceres de aquella indefinible familia.
Como, por otra parte, habían sucumbido a la insidiosa
costumbre de Internet, esta obsesiva praxis los distrajo; pero, al cabo de los
días, se hizo patente la anormalidad de la situación.
Fueron ellos los primeros en dar parte a las autoridades
locales que, en formato de policía municipal, se personaron ante el domicilio
de la portuguesa y al no obtener respuesta ni señales, cursaron preceptivo
informe. Cuando el juzgado competente ordenó la inspección del domicilio que
lusitana y familia compartieran, hallaron el cadáver de ella, sola, postrada en
la chaise-longue del salón y ataviada con unos ropajes a medias entre las
brujas de Halloween (esa idiotez de los noviembres) y los trajes de flamenca
que son característicos y emblemáticos en la Feria de Abril de Sevilla.
La investigación policial, por ahora infructuosa,
prosigue.
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