Aunque para ditirambos, los proferidos, emitidos,
amontonados durante las jornadas que va durando el macrofestival de despedida a
Mandela.
Como todo sale en la tele (esa esponja uniformadora de
conciencias y criterios, esa caja tonta/hipnótica), a mí me ha recordado a
Woodstock, al Mundial de fútbol, al Carnaval de Río. Eso me desconcertó un
poco, ya que soy más bien clásico y tengo otro entendimiento de lo que debería
ser un funeral, por mucha talla que tenga, o se le quiera conceder, al difunto
de turno.
Pero el espectáculo manda, es fenómeno omnipotente y
puede que convenga como distracción planetaria, como anestésica ficción de un
ecumenismo mucho más pregonado que verdadero, si es que tiene algo de verdadero.
De modo que la avalancha de imágenes y de comentarios
numerosamente frívolos, contaminados de los tics vigentes, ha sido importante,
aplastante, un notición.
Lamento que hasta el final no se nos enseñara a llamar al
finado Madiba, con el gusto que nos habrían dado esa familiaridad y trato
próximo con el personaje, cuyos antecedentes y recorrido ha recordado con
memoria el maestro Jiménez Losantos.
En lo personal, a un hombre que tanta lucha y cautiverio
ha padecido, sólo los desconsiderados y los gazmoños le reprocharán haber
recurrido, si así fue, al consuelo que la afición por las mujeres y la belleza
de éstas procuran.
En ese estadio gigantesco, a Raúl Castro, rancio de
consignas devaluadas y cansinas, lo debió sorprender el saludo cordial del
desenvuelto Obama, cuya parienta se fue tensando luego ante la creciente
euforia deportiva del moreno que se lo estaba pasando pipa, según comentan las
más deslenguadas comadres del circo global.
En fin, Nelson, que Dios te dé salud como…
Este funeral ha servido para crear una nueva estrella mediática: el traductor de signos que acompañaba al norteamericano presidente en el estrado. Sólo faltaba a su lado Leonardo Dantés bailando con el pañuelo.
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