– Sí, es por ahí adelante,
hacia la derecha.
Seguimos la indicación y lo
encontramos. Bajo los árboles, era un merendero, una especie de ambigú
convencional, estilo años cincuenta, con algunos veladores y detalles sueltos
en una decoración que incluía cerámicas y celosías de madera pintada. Ya
sentados, esperando que el camarero nos sirviese, comentamos lo chocante de
que, llegado el buen tiempo, los mosquitos volvían incómodo disfrutar de una
tarde en uno de esos sitios evocadores de otra época, zapatos en dos colores,
otras ideologías.
Me contó que lo había visto
a Gluck casualmente, con otros dos conocidos de la música, y
al cruzarse, tras una
momentánea vacilación, inquirió:
– ¿Te acuerdas de mí?
– Sí, claro, eres Raúl,
coincidimos muchas veces en los estudios de grabación.
Después de los saludos,
mientras se inclinaban para salir de los cobertizos cuya puerta desentablada
tenía el estorbo de alguna telaraña, le preguntó por Cristina, sabiendo de
antemano lo de su matrimonio roto. Con cierta desconfianza, Gluck le había dado
un par de detalles al respecto y, como sin darle importancia, a su vez quiso
saber si todavía se frecuentaban ellos dos.
– No, nos vemos muy rara ocasión. De la
pandilla de entonces, todos tiramos para diferentes lados, no nos comunicamos
casi nunca, ya sabes, la vida.
Se dio cuenta de lo
trillado de los comentarios, de lo usual de la situación.
Más tarde, en el gabinete,
encontró a los colaboradores en plena fase de conseguir el peluche. Con sus
observaciones lo lograron por fin: era una suerte de osito de más o menos
treinta centímetros de alto, color canela, pelo corto, suave y algo brillante
que, una vez terminado, se acomodó solo enseguida, con una especial facilidad de
movimiento, haciendo con las patas delanteras una a modo de almohada en la que
pronto dormitaba.
Retocaron la disposición de
los rótulos en la carpeta. Raúl señaló los nuevos espacios y, con exactitud
profesional, Tony resolvió la propuesta.
– Estupendo, Antonio.
(Siempre prefería llamarlo
así, con esas resonancias romanas en el nombre; también a Gus le decía
Octavio.)
Después continuaron con la
música. Sobre la superficie gris (panel, mesa de dibujo, opaco plasma de
fieltro, plano apenas combado), con los guantes de fibra polar todavía puestos,
pulsó, por así decirlo, las posiciones de los acordes cuya cadencia iba tomando
cuerpo, a medida que seguía la pausada evolución de la línea melódica.
No tardaron en tener la
idea completa.
Yo desperté a las seis, con
una casi imperceptible picadura de insecto en el pulgar de mi mano izquierda,
con dolor de cabeza por los tequilas de anoche, con la vaga, indecisa urgencia
de escribir y componer todo el asunto. Creo que llegaré a tiempo.
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