Su elección, lo recuerdo, me pilló en Manzanares el Real,
un fin de semana de rezos y meditación.
Casi ocho años ha durado la dirección de Benedicto XVI y
todavía me costaba fijar su nombre de guerra, después del largo papado del
cansino Juan Pablo II.
Y Benedicto, pocos meses ha y ya parece suceso remoto, se
retiró, con su noble cabellera blanca, y con un aire de admirable seriedad,
serenidad e inteligencia que, en mi opinión, nunca acompañó al inquieto y ruidoso
antecesor.
El notición y sus secuelas y análisis durante días se
impusieron a la desgastada y rutinaria porquería “mediática”, lo que también da
una cierta medida de la importancia que conserva la Iglesia Católica a pesar de
sus equivocaciones, cuando las haya habido, y a pesar de su correosa legión de
enemigos, con frecuencia más envenenados y malintencionados que ignorantes, que
también.
A mí me pareció de perlas su iniciativa de recuperar el
culto en latín, aunque otra cosa fue que nos volviera a arrear con el infierno
de toda la vida.
Necesitamos un respiro. Cada cierto tiempo seguimos
pensando (qué manía tan tonta) que nos parece desproporcionado un castigo
eterno para pecadores tan perecederos y de corta duración como somos los
humanos. Esa mera desproporción aritmética, geométrica, sería conflictiva con
la idea de Dios, infinito de justicia y aun misericordia, cabal padre de sus
criaturas, las cuales por cierto no solicitan voluntariamente la existencia, y
menos si acarrea tan descomunales riesgos y compromisos.
Fea faena sería dar libre y responsable albedrío (para
luego pasar factura rigurosísima) a sujetos tan débiles y propensos a caer en
tentación con consecuencia de pecado.
Y si esto es herejía, que venga Dios y lo vea.
En cualquier caso, más que el campechano de ahora, me
molaba ese Benedicto XVI; y me resulta sabia y elegante su decisión de ir
“asistiendo a su sosiego”, en este caso, puede que no estupefacto. Casi me
alegro por él.
Sabia conexión final con el rincón: grande, grande, grandísima
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