(Con
un previsor y prudente paso por el mingitorio.)
Descontando
naturalmente el porcentaje de fantasía que el cine tiene como espectáculo, “Oppenheimer”
parece una crónica convincente del desarrollo que tuvo la fabricación de la bomba
atómica, de sus motivaciones y de sus impulsores.
También
de sus consecuencias. De cómo se abrió una puerta (tarde o temprano, los mismos
u otros la habrían abierto, estaban ya abriéndola) a una más peligrosísima etapa
en la carrera de unos armamentos que nunca han parado de sofisticarse y crecer.
La
fulminante actuación sobre las dos ciudades, que tanto análisis y examen siguen
originando, acabó con unos restos de la guerra que eran más temibles que
mensurables. Así que el “film” toca el debate del coste, en todos los sentidos,
el espanto de la población civil eliminada (¿cuántos civiles en toda Europa?),
la conciencia culpable de los científicos al comprobar que la finalidad de su
sabiduría combinada también tenía mucha muerte y mucho horror, cosa que con
seguridad no ignoraban. Y aun así…
Hay
imágenes logradísimas, estremecedoras; y, cómo no, algo de política maniquea,
claro. Pero se sale del cine con el ánimo tocadillo. Y no tanto por el revuelo
febril en el vestíbulo, en las otras salas, de los alegres y divertidos
veraneantes, encantados con Barbie, etc. consumidores ansiosos de maíz en
palomitas a granel, cubos XXL de refrescos y “selfies” a destajo.
Que
tampoco eran el infierno de Dante, pobrecitos.
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